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Con todo y con nada: una aproximación a las salsas británicas

Tronar contra la comida británica ha sido una pasión capaz de unir no sólo a los viajeros por las islas sino incluso a los mismos locales: si para George Orwell la mejor cocina inglesa era “por supuesto, la francesa”, según Maugham, “para comer bien en Inglaterra hay que desayunar tres veces”. Entre tanto vituperio, el del anglómano Voltaire, sin embargo, derrapa al escribir que en las islas sólo hay dos salsas, aunque para compensar haya cuarenta y dos religiones. Es un error: los ingleses tal vez no hayan exportado el pastel de carne y riñones, pero raro será el lugar del orbe civilizado en que no haya un botecito de Perrins, siquiera sea para corregir el Bloody mary, e incluso en lugares poco o nada civilizados se sabrá del contrapunto de las salsas –ellos las llaman gelatinas- de grosella o arándano con la caza.

Sin duda inmerecida, la mala fama de la cocina inglesa es sin embargo de las cosas más sólidas de este mundo, y quizá por eso incluso las salsas han conocido haters de tronío. Nuestro Camba habla de “una serie de papillas, cremas, sopas de leche, confituras y mermeladas, que nos revela al pueblo inglés como un pueblo que no ha alcanzado aún la mayoría de edad”. Añádanse a la enumeración las jellies y las custards. Para Alberto Denti, tanta salsería se debe a que los ingleses, “incapaces de dar sabor a su comida, recurren a ellas para aportar a sus platos lo que estos no tienen”. Y menciona todavía los chutneys, los kétchups, los extractos enlatados de todo tipo.

Es llamativo que la salsa más patriótica, la más inglesa, apenas haya un inglés que se atreva a probarla. Cuando llega el roast-beef y el camarero, solícito, se nos acerca con los pocillos de la mostaza, tenemos la certeza de que hasta Wellington y Churchill hubieran dudado si no elegir French mustard. No es una cuestión de cosmopolitismo: se trata del potencial de devastación de la mostaza inglesa, que es exquisita pero que calcina al paladar inconsciente como el chile más rencoroso. Sí, es una pena: a todos nos encantan las latitas tan bonitas de la mostaza Colman’s, ese pantone amarillo… pero, al final, muchos van por french mustard. Y ojo también al rábano picante, al horseradish: hay que tener mucho ojo para saber de un golpe de vista cuándo aviva y cuándo abrasa. Como consuelo tenemos, por lo menos, esa noble creación angloindia del espíritu: el piccalilli, una “mostaza con cosas” –en concreto, una mostaza amansada con cúrcuma y con tropezones de encurtidos de coliflor, pepinillo, etc. Si suena raro, tómese con un buen jamón dulce.

Si la mostaza inglesa es tan célebre como temida, la marmite es tan célebre como divisiva. Esta porquería –bien, ya se sabe dónde milito- es un extracto de levadura muy salado que se toma untado en el desayuno, por lo que no califica como salsa, seguramente, pero sí entra en el archivo de cosas británicas incalificables. También, justo es decirlo, forma parte del cosero sentimental de lo inglés junto a la tipografía clásica de la BBC o los buzones rojos: a uno le resulta llamativo que siga vendiéndose en tiempo de paz, pero no hay duda de que es hermoso que exista. Y puesto que hemos hablado de controversias, ¿no habrá que mirar de cerca la salsa de menta, la salsa de menta para el cordero? Los españoles seamos unos infanticidas en materia de ovino, pero el recurso a la salsa de menta sólo se explica cuando el bicho tiene más trienios que Sagasta: cuando es un buen borrego. La salsa de menta es de esas cosas que no son buenas ni cuando son buenas. Sé que es una opinión minoritaria, casi herética, pero es así. Y, por cierto, arrasa el vino.

La salsa de menta ha mantenido un cierto bon ton viejuno, como esa otra pervivencia de las viejas cocinas afrancesadas de hotel: la salsa Cumberland, en aquellos tiempos en que una galantina se podía comer sin ironías. Y es curioso que, quizá por no poder reducirse a latas, la salsa de pan, tan medieval, tan querida por los británicos, tan necesaria y espléndida con una buena perdiz escocesa, haya tenido menos éxito en el extranjero que la carrera en solitario de Ringo Starr. Otra salsa cuya contemplación alegra el corazón del británico es la HP Sauce, así nombrada por su popularidad en las Houses of Parliament: cada domingo se consumen hectólitros de esta salsa barbacoa –dulzona, no muy sofisticada, convincente- con el desayuno inglés. Es llamativo: es de las pocas ideaciones británicas que lo mismo gustan al duque de Norfolk que al tornero fresador de Stoke-on-Trent. Quizá aquí también pudieran incluirse el Branston pickle –clásico del resopón cuando uno llega a casa tras las copas- o la pasión por la gravy, el jugo de carne, de bote: Ese gran invento que alimentó a los soldados en el campo de batalla, hoy es –ay- una pasta cargada de espesantes para la peor pub grub…

La primacía en el salserío inglés, sin embargo, se la lleva una salsa que nadie sabe bien para qué sirve: la salsa Worcestershire o Worcester, también llamada Lea and Perrins por sus inventores. Hay quien ha querido encontrar en ella una reminiscencia del Garum romano: ambas salsas tienen como base el pescado -en el caso de la inglesa, las anchoas. Sus orígenes más ciertos, con todo, están en un lugar más esquinado: la Bengala colonial. De regreso a Inglaterra, un viejo gobernador de la región, aún poseído por los sabores exóticos de aquellas tierras, encargó a los farmacéuticos John Lea y William Perrins –años treinta del siglo XIX- reproducir una mezcla con base de pescado, vinagre y azúcar y la adición dulceamarga del tamarindo. La copia resultó un engrudo maloliente y los farmacéuticos aparcaron el barril en un sótano y se olvidaron del asunto. Se olvidaron literalmente: meses o años después, en un día de limpieza del sótano, se disponían a tirar el barril cuando –por azar- probaron su contenido. La impresión fue de maravilla. Más o menos como cada vez que alguien nos pone un Welsh rarebit delante y hacemos lo que hace todo buen británico: inundarlo en salsa Perrins.

Ignacio Peyró
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