A cargo de Jorge Valero. Muy generosa:

 

Comimos y bebimos, donde habita la memoria feliz

 

Y es que es de felicidad, más que de comida, de lo que trata este delicioso manual del escritor madrileño afincado en Londres. De comer y beber, en efecto, pero de comer y beber bien. Habrá comidas frugales, comidas opíparas, comidas rápidas, escuetas, ligeras o pesadas; pero todo buen comer sigue unas normas, un rito, que invita a un goce interior que va mucho más allá de lo físico.

 

En Comer y beber, Ignacio Peyró es el Virgilio que nos va a guiar por este lento recorrido que dispone mediante meses. A medida que avanza, uno siente cómo el vino le calienta. Sus notas de cocina y vida nos educan (educare, que no es otra cosa que conducción, guía); nos preparan para la Belleza. La Belleza tiene normas y pasa por exigencias, y la sensibilidad, puerta hacia el goce de lo bello, es un órgano que, como cualquier otro, debe trabajarse desde bien pequeños si no queremos que quede totalmente anulada. Educar las pasiones, educar en el control y en la templanza, en el in media virtus aristotélico. El exceso de un buen whisky es aún más triste que no saber degustarlo. La mesa es un ring de lo más propicio para esta instrucción. Qué diferencia abrumadora –os lo dice un profesor de adolescentes– entre el niño que ha sido educado en las formas, en la moderación, en la placidez y el silencio, y el que acude a la mesa como un pollo hambriento y alocado o, peor, como un príncipe caprichoso que pretende disponer todo según sus antojos volátiles y cambiantes. Peyró lo describe mucho mejor que yo: “ahí están tantas familias sin la educación de las pasiones que implicaba reunirse a comer: básicamente, comer lo que toca y a la hora que toca, y no lo que apetece y a la hora que apetece”.

 

El autor nos propone, en definitiva, una manera de ser en el mundo, una manera muy concreta de relacionarnos con lo que nos es dado –como la comida–, con los que nos acompañan en nuestra vida y con nosotros mismos. Y en esta manera de ser en el mundo destaca la mirada atenta, la que se posa en los pormenores, la que sabe distinguir unas cosas de otras con base en lo pequeño. El placer que nos va presentando Peyró tiene mucho que ver con saber destilar hasta lo inimaginable de un sorbo de vino o de un bocado de rape.

 

En un mundo carente de sensibilidad se producirá, en palabras del autor, “una derrota del gusto frente al dinero y el poder”. La sensibilidad y la belleza son términos que no se adecuan al marco de la sociedad híper-economizada. No aportan utilidad, ergo aquí no tienen cabida. Es contra esto precisamente, contra lo que se sublevan las letras de Peyró, alejarse de lo mundano a través de las cosas del mundo como lo son un buen rosbif o un buen armagnac.

 

En el camino a lo largo de este año de delicada restauración que es Comimos y bebimos, uno entiende, entre otras cosas, por qué debe saber de vinos. Y por qué hay que tomar tanto (tampoco tantos…) antes de poder deleitarlo bien. La presentación en el texto es una delicia en sí, paladeas todo lo que Peyró te va presentando, desde las reales naranjas a las becadas de noviembre. Y, al ser un paseo, no solo importan los hallazgos culinarios sino los espacios en los que se encuentran: restaurantes, clubs, bares; templos en los que se celebra el ritual.

El buen yantar es la historia de una vida. Cada edad tiene su comer, tiene su beber. A veces la mano de Peyró parece la de un joven en su trabajo de expat –atención a las entradas sobre los clubs y la sociedad británica, tan bien perfilados– que agarra desde su posición extranjera la tradición de nuestros mayores, la de la España que fue, y la conecta con lo exquisito de nuestros días. Cartografía un mapa donde uno se siente seguro, en el que uno encuentra confianza, probablemente porque hace revivir en nuestro interior esos momentos en los que fuimos felices.

 

Ya os habréis dado cuenta, pero Comimos y bebimos es un elogio de lo pausado: ninguna moneda compra las bondades que el tiempo hace en la gastronomía; la pausa y la desaceleración son requisitos necesarios para ese dilatado proceso de fruición. En la época de la inmediatez y la urgencia, el libro de Peyró es un canto al reposado. Slow-food es solo un anglicismo modernillo para algo más clásico que el ir a pie. Y todo esto con una prosa de un joven que no disimula una mano más que experta en el arte de juntar letras. Lo dicho: una verdadera delicia.

 

Sólo un último consejo: no lo leáis de golpe. Es un buen atracón (os podéis imaginar). Y el placer de degustar requiere, decíamos, su tiempo… Yo, como las buenas comidas, no quería que acabara.

 

 

Ignacio Peyró
Últimas entradas de Ignacio Peyró (ver todo)