Tocqueville lo alabó, Gladstone lo leía a diario, Disraeli intentó hacerlo suyo, Macaulay lo elevó a los cielos de la Historia y todavía tuvo tiempo de inspirar versos de Wordsworth y de Yeats o –más recientemente- de recibir el aplauso de un Churchill y de un Obama. La posteridad de Edmund Burke (Dublín, 1729-Beaconsfield, 1797) le ha deparado alabanzas tan cualificadas como torrenciales, e incluso algunos leerán los denuestos recibidos –por ejemplo, el de Marx- como un elogio oblicuo. El laurel póstumo de Burke, con todo, no ha hecho sino seguir con la costumbre de una vida en la que ya iba a merecer el encomio más difícil: el del doctor Johnson, a quien no sorprendía que el irlandés fuera el mejor en la Cámara de los Comunes porque, simplemente, “era el mejor en todas partes”. Similares testimonios podrían recabarse de amistades como Gibbon y Reynolds, Smith y Hume: todos tuvieron a Burke como prosista sin rival, como orador de altura ciceroniana y como hombre de una cultura sólo equiparable en solidez a su virtud. A lo largo de los años, la perspectiva del tiempo todavía iba a engrandecer su figura en la estima pública, reputado en el mundo –al menos- como modelo de “filósofo en acción” y como codificador del Gobierno representativo según la tradición anglosajona. Logros objetivos aparte, el perfil de Burke se ha mostrado lo suficientemente acogedor como para que cualquier facción proyectara sobre él sus ideas más queridas: la izquierda apreció sus esfuerzos por humanizar el Imperio, la derecha propagó su defensa de las instituciones, los cristianos celebraron su moralismo e incluso los irlandeses aplaudieron el azar –tan benéfico para su causa- de que fuera de la tierra. Como puede verse, los lectores de Burke –según ha escrito Alan Ryan- siempre han podido apreciar en él “cualquier doctrina que les gustara (o que les disgustara)”.

Por eso se hace aún más extraño que siga existiendo –en palabras del diputado tory y estudioso burkeano Jesse Norman- un “problema Burke”. Y, sin embargo, no faltan los motivos. No sólo nos encontramos ante un pensador ajeno a sistematización, sino que sus propias ideas “se resisten al resumen”. Sus libros son tributarios de batallas –controversias entre whigs, pleitos sobre la India- que nos resultan complicadas y remotas. Apenas tiene nada de interés que decir sobre la democracia o sobre la mujer y, en cambio, lo que tiene que decir sobre la aristocracia nos deja más bien fríos. Su misma carrera política tuvo más de melancolía que de éxito, y todavía nos alerta que sus compañeros en los Comunes se levantaran como un solo hombre cuando, ebrio de sus propias razones, Burke se disponía a comenzar un parlamento. Ítem más: hay quien lo tuvo por mero propagandista, por altavoz de sus amos, los Rockingham whigs. E, irónicamente, incluso una de sus aportaciones de marca mayor –su teoría sobre los partidos- podría causar no pocas alergias en nuestros días. En el mejor de los casos, como dijo Pitt el Joven –este sí un político de éxito- parecería que en Burke tenemos mucho que admirar y más bien poco que aprender. La peor mancha de Burke, sin embargo, sigue siendo su tarjeta de presentación conservadora ante el mundo. Hablamos, claro, de esa propaganda acalorada de sus Reflexiones sobre la revolución francesa. De esos párrafos sobre María Antonieta que quizá sean una de las perfecciones de la prosa inglesa, pero que también han sido uno de los morceaux de bravoure del reaccionariado.

Ha habido algunos intentos anteriores, pero quizá nadie ha dedicado la energía intelectual de José Ramón García-Hernández a desasir a Burke del podio conservador y devolverlo a la grey liberal. Ya desde el título de su monografía, Edmund Burke: la solución liberal reformista para la Revolución francesa (CEPC, 2016), el propósito de este joven diplomático es manifiesto, y achaca la atribución conservadora de Burke a las luchas internas con los whigs de Fox, al realineamiento con sus tesis del Partido Conservador Británico en el XIX, al armamento filosófico de que proveyó Burke a la derecha norteamericana en la Guerra Fría y a las lecturas, desde la otra orilla ideológica, del “revisionismo estructuralista marxista”. La intuición de García-Hernández es luminosa: no en vano, no hay incongruencia alguna en interpretar las pasiones políticas de Burke como netamente liberales. Pensemos que abogó por la tolerancia hacia irlandeses, católicos y dissenters, que batalló –con su fervor conocido- en favor de la paz y la justicia con las colonias americanas, que luchó contra el esclavismo, que combatió celosamente las prácticas corruptas de su tiempo y que, siempre atento a embridar el poder real, terminaría por “blindar la monarquía bajo el paraguas del comportamiento constitucional”. De la refriega parlamentaria a la teoría política, tampoco hay menor coherencia liberal en sus planteamientos en torno a la primacía de la ley, la libertad de los representantes, la defensa del libre comercio o la postulación de la reforma como corolario indispensable del compromiso con un orden social dado. “Un Estado sin medios para impulsar cambios es un Estado sin medios para su conservación”: este no es precisamente el lema de un inmovilista, sino del pragmático que también Burke fue.

Si el reformismo y el mencionado pragmatismo fueron elementos sustantivos en el liberalismo burkeano, la historia de las ideas le adjudica el mérito de la síntesis liberal-conservadora –a mi juicio con acierto- por su énfasis en las instituciones y su descrédito de los excesos proyectistas de la ideología. Se gesta así un planteamiento moderantista que en las últimas décadas ha encontrado escaso eco en quienes parecerían sus destinatarios naturales del centro-derecha, del voluntarismo neocon en Irak al liberalismo individualista thatcheriano o la marejada populista que se hace sentir hoy en ambas orillas del Atlántico. Burke, sin embargo, puede hablar hoy al espectro político en su conjunto: en un momento de crisis de legitimidad, compensa volver los ojos a un pensador cuyo fundamento último es –apunta García-Hernández- “la adecuación de los principios y valores a la realidad política, es decir, la legimitidad política en ejercicio”. Y en una hora de Occidente en la que, como ha insistido The Economist, está en riesgo la causa del “international liberalism”, izquierda y derecha pueden tomar pie en la inspiración burkeana contra esa mezcla de “ligereza y ferocidad” que el irlandés vio en los radicales de su tiempo y que vemos nosotros en los populistas del nuestro.

Quizá, en efecto, podamos aprender de Burke más de lo que Pitt creyó. En tiempos de antipolítica, por ejemplo, el propio perfil del dublinés es ejemplo de una nobleza posible de la política. El antielitismo de los populistas ha tenido, al menos, la virtud de señalar disfunciones en nuestra vida pública, y ya no podemos mirar con ironía posmoderna las llamadas a la ejemplaridad, a la virtud cívica, a –más prosaicamente- la selección de cuadros en partidos y Gobiernos. Ahí, Burke sabía como nadie de la obligatoriedad de no dar coartada a los demagogos para “agitar el descontento”. Como sea, esa nobleza política de Burke no se limita al valor de permanecer en las propias convicciones, a la opción por un compromiso que tantas veces solemos esnobear. Para asombro de contemporáneos, su labor también nos urge a restaurar los vasos comunicantes entre la acción política y la especulación intelectual, la circulación de las ideas en partidos y parlamentos.

De la demagogia a la democracia directa, apenas podemos imaginar cómo hubiera clamado Burke contra un ejercicio tan poco burkeano como el Brexit, modelo no superado de fractura de un cuerpo social. En este ámbito, frente a esa democracia directa que hoy parece alzarse como única fuente de legitimidad, volvemos a su defensa del parlamentarismo clásico: “nosotros compensamos, reconciliamos, equilibramos”. Dicho de otro modo, si la democracia directa es inseparable de una acusada volatilidad emocional, los filtros de la institucionalización evitan la polarización del debate público, aseguran la representación de voces matizadas y vías intermedias y garantizan la “primacía de la ley sobre el reflejo del poder inmediato”.

Esa misma necesidad de templanza y concertación en las decisiones políticas da vigor al papel que Burke achaca a los partidos. No en vano, de la fricción de sus distintos planteamientos “siempre surge la moderación”: una moderación que, a su vez, delimita esa dosificación de conservación y cambio que lleva en sí toda reforma. Hablamos de moderantismo, por tanto, no sólo como talante amable, sino como virtud poderosa, por su capacidad de “acordar, conciliar y consolidar” distintas voces dentro de un perímetro constitucional dado.

Junto a la defensa de la moderación, quizá también conviniera regresar a cierta pedagogía burkeana de la imperfección: esa modestia epistemológica por la cual sabemos lo que puede y no puede cambiar la política. En este punto, la desconfianza ante los hiperliderazgos es determinante, pues –por decirlo con el propio Burke- lo que buscamos son “gobiernos de leyes y no de hombres”: al fin y al cabo, si somos demócratas es porque nunca vamos a hallar a personas tan buenas como para darles un poder indefinido. Así, resultará sano un escepticismo hacia el empobrecimiento del discurso público que, ante la complejidad de lo real, busca con sus grandes eslóganes “una precisión geométrica engañosa en la argumentación moral”. Y, del mismo modo, frente a nuestra querencia por el carisma y la ambición programática de nuestros líderes, la virtud del gobernante estará más bien en la adaptación a esas circunstancias que “dan a cada principio político su color distintivo”. Abrazar el gradualismo se hace así una prudencia obligada ante la constatación burkeana: cualquier teoría o programa puede llevarse a unos extremos de absolutismo que amenacen la estabilidad política e institucional.

Es posible que el mensaje de Burke resuene con especial fuerza ante lo que Norman llama “el liberalismo individualista”. No pocas de las intuiciones del irlandés en torno a la sociabilidad del hombre se han visto confirmadas por la ciencia en los últimos años, corroborando la importancia de unos vínculos sociales y culturales que desaconsejan reducir la política a economía o administración para apostar por la consolidación del capital social en las comunidades. Burke, sin embargo, tiene esa misma rara capacidad que tuvo Orwell para, sin abandonar su tradición, hablar a todos. Y es notable que, tras una vida pasada en postular reformas dentro del sistema británico, el irlandés se volviera –ante los excesos de la Revolución- el defensor más ardiente del mismo. A saber si no estamos muchos en una situación parecida ante el auge del populismo en algunas de las naciones más respetadas de la tierra y en la propia España. Ahí, si el arsenal de Burke ya fue de utilidad en tiempos de Napoleón, en la Segunda Guerra Mundial o en la Guerra Fría, tal vez resulte conveniente asentar un nuevo “momento burkeano”. Al igual que Orwell, quizá su mérito no esté en que “no se equivocara, sino en que acertara tanto”.

Artículo publicado en Letras Libres (Febrero 2017).

Ignacio Peyró
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