Reino Unido, lo británico, los ingleses. Todo lo que conlleva hablar de la cultura inglesa produce tanto elogio como crítica. Pero lo cierto es que no deja indiferente a nadie. Una cultura, como todas, con sus puntos fuertes y débiles y sus contradicciones. «En mi labor como periodista, tuve que ocuparme de no pocos temas británicos, por cierta inclinación intelectual, supongo», explica Ignacio Peyró (Madrid, 1980), que publica Pompa y Circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (Fórcola). Una especie de enciclopedia para todo tipo de lector. En la concepción de este volumen de más de 400 entradas tuvieron que ver dos traducciones que el periodista hizo de libros de Evelyn Waugh y un ensayo para Frontera D en el año 2010. «A veces se dice que los libros nunca se terminan, pero tampoco resulta siempre fácil saber cuándo se empiezan», apunta.

Pregunta.- En la introducción dice que antes se pensaba que lo británico era sinónimo de perfección y bien hacer. ¿En qué ha cambiado nuestra percepción hoy en día?

Respuesta.- A comienzos del siglo XX, según leemos en los diarios de Alan Clark, el Rolls Royce, por ejemplo, tenía no pocas similitudes, no pocos recuerdos de los grandes barcos de la Armada. Hoy, Rolls Royce no es una marca de propiedad inglesa. Lo mismo pasa con el antaño mítico cachemir escocés, ahora todo en manos foráneas. La misma apertura y la misma globalización que llevó por el mundo tantas mercaderías británicas o asimiladas -whisky, té, tabacos, aguas de olor- ha hecho posible este fenómeno. ¿Qué camisero corta hoy sus camisas en Jermyn Street? Aun así, en casi todo lo inglés todavía persiste eso que se dijo de un arma británica: «tiene un aspecto improbable, inmanejable y arriesgado, pero funciona». Quizá, ante todo, la nota fundamental es casi un rasgo espiritual: lo inglés no estaba hecho para degradarse, sino para envejecer.

 

 

 

Ignacio Peyró
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