La moral del gusto. Jordi Amat, sobre Comimos y bebimos
Si sumásemos las referencias a escritores que salpimientan Comimos y bebimos, diría que Josep Pla es quien más nos acompaña en el humanísimo festín al que nos invita Ignacio Peyró (Madrid, 1980). Era de esperar. A Peyró –un dietarista en potencia que aquí se intuye con la frescura de un blanco joven– Pla le entusiasma tanto como un buen borgoña o una buena becada. Y por ello, mientras me zampaba este goloso almanaque, he picoteado en El que hem menjat. El de Pla, junto a La casa de Lúculo de Camba, ha sido canonizado como un modelo de los libros literarios que tienen como tema el buen comer. Pero Pla escribió sobre queso, turrón o guisantes sin ser un gastrónomo. “De la cuina, el que m’interessa són els resultats, l’eficàcia. Jo no he estat mai un gourmet ni un gormand”. No es el caso de Peyró, que escribe sobre esos alimentos y muchos otros con experiencia y saber.
Joven y conservador, culto y hedonista, el placer razonado de la mesa (y de la barra) constituye un pilar biográfico vertebrador de quien es el actual director del Instituto Cervantes de Londres –y autor de un diccionario de anglofilia, Pompa y circunstancia, que se ha convertido en un verdadero libro de culto–.
Hablar de los espárragos, del jamón dulce en un colmado o de un oporto sólo apto para dioses para hablar de uno mismo. “Estas páginas son las calles –y las mesas– de mi vida”. Por ello son una delicia. Por tanta “felicidad liberal, cortés y relajada”. Por el gozo del pecado, la memoria del placer y el humor indulgente aplicado a las palabras y a uno mismo. “La experiencia humana”, afirma hablando de la gordura con un aire sentencioso que lo autorretrata, “indica que, a partir de cierta edad, nadie se convierte al spinning ni la acelga”.
Desde el arranque del libro, cuando la tragedia de un incendio en la finca familiar se digiere con una comida redentora preparada por su madre con amor, lo que se cuenta por meses sobre manjares y licores está fundido a la experiencia vital del autor. Es verdad que hay piezas digamos de saber enciclopédico, donde se cita a los antiguos preceptistas mezclando sin agitar el sabor con la alta cultura de ayer (como haría un Néstor Luján, que aquí también tiene su merecido cameo), pero el libro, que se presenta como literatura modesta, trasciende lo gastronómico cuando Peyró desgrana la formación de su sensibilidad.
El pretexto puede ser el primer bar de juventud, los restaurantes de su infancia que ya han cerrado o sus bocados de juventud paseando por el Retiro. Incluso las comidas en las gasolineras o de los bares nocturnos de sus días como cronista político. Pero lo central, al fin, es contemplar el puzle de un bodegón exuberante donde se refleja una individualidad riquísima. Y aquí, no les embauco, se supera a Pla y a Camba porque, como buen discípulo de Valentí Puig en el espíritu y de Agustín de Foxá en la prosa, Peyró adopta la posición de un moralista que se reconcilia consigo mismo al sentirse desplazado de su tiempo. “Tratar de las gaseosas viejas es tratar de algo muy rancio, pero ya lamento comunicarles que aquí siempre nos ha caído más cerca Ciudad Real que Manhattan”.
Podría haber cerrado con una resaca en un club selecto de Londres o en un restaurante de Toledo, donde ha ido a comer para cortejar, o quizás en Vía Veneto, para celebrar la amistad. Pero Peyró, en este libro del gusto por la vida, sólo podía cerrar esta gustosa joya en un buen restaurante de toda la vida de Madrid. Allí le gustaría ver esparcidas sus cenizas, dice medio en broma y medio en serio. Porque allí, comiendo y bebiendo, también se hizo escritor.
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