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Jiménez Lozano. Historia de una piedad

Si aceptamos que de los buenos sentimientos no nace buena literatura, también habrá que observar cómo la literatura más alta –de los griegos a Shakespeare, de Cervantes a Dickens o Galdós- es inseparable de una piedad fundacional. Malparada en sus connotaciones, poco mencionada entre nosotros, la piedad, sin embargo, es la mirada que –al afianzar la igualdad radical de los hombres- hace posible la justicia. Por supuesto, como sabía Hobbes, no necesitamos muchas más pruebas para asumir nuestra igualdad que nuestra capacidad para matarnos los unos a los otros. Pero la piedad, en último término, según escribe Jiménez Lozano, “cuenta como una categoría del mero conocer la realidad”. Y en este sentido de la desgracia y de la piedad se incluye también la presencia de la alegría y la ironía a pesar de las evidencias del mal en la Historia. “Para destruirlo, en lo posible. Y, desde luego, en homenaje de las víctimas”. Externalidades de la piedad versus Hobbes: Brodsky acepta el Nobel y proclama que para un lector de Dickens siempre será más difícil disparar a su prójimo en nombre de una idea.

Crecida al calor de la meditación sobre un siglo XX en el que el hombre no dejó de alzar su mano contra el hombre, la literatura de José Jiménez Lozano tiene su venero en una piedad que lo hermana con tantos escritores de carga existencial –de los rusos a Simone Weil, de Santayana a Kierkegaard-, y que se ha sustanciado en una atención particular a la defensa de la persona y su libertad frente a la arbitrariedad y el abuso del poder. Por eso han pasado por sus páginas moriscos y judíos, resistentes contra el nazismo y el comunismo: hitos en la historia de la tolerancia y la libertad humanas. En un escritor de hondísimo hontanar cristiano como ha sido Jiménez Lozano, no podía sino ocupar un papel central esa capacidad revolucionaria de la piedad y la igualdad, sustanciada en la tolerancia y la libertad aludidas.

Al modo del junco pensante de Pascal, valioso por la conciencia de su debilidad, la resistencia del alma individual frente al poder despótico nos hace ver cómo la verdad –según escribió el abulense en El narrador y sus historias– siempre ha aparecido en el mundo como desgracia e irrisión. Se hace imposible no pensar ahí en el Ecce Homo, en el Cristo expuesto y disfrazado burlescamente de rey tras ser azotado, pero también en tantas otras víctimas: antaño pudieron ser las víctimas de los totalitarismos del siglo XX, tantos heterodoxos recogidos en Los cementerios civiles, las monjas de Port-Royal ante el absolutismo de un monarca. En la “Europa post-todo”, todavía, se trata de resistir al hecho de que “la persona humana ha sido rebajada y minimizada a una sola dimensión: la de su condición ciudadana”, lo que “significa que el hombre no tiene sino una naturaleza política, y por eso cuenta. No como persona ni como hombre. Hombre y persona quedan confiscados y socializados por la política”.

No es casual que Jiménez Lozano se estrenara, ya tardío, con meditaciones sobre la libertad religiosa en tiempos del Vaticano II, y es por su atención nuclear al tema que importó no pocas lecturas ajenas al canon español, ante todo las referentes a la historia del jansenismo y la ya aludida abadía de Port-Royal. Su puro genio literario –tan fácil de soslayar frente a su hondura- llevó esta resistencia del espíritu a una novela tan fascinante como la gatopardesca Historia de un otoño o a una de sus obras mayores, excéntrica y personalísima como tantas de las suyas, y quizá no tan reconocida como debiera: Retratos y naturalezas muertas, donde ahondará también en la estética de la desnudez y el desasimiento que ya había tratado en su deslumbrante Guía espiritual de Castilla al hablar de la espiritualidad cisterciense. Su misma poesía es también una poesía despojada de todo cuanto no sea celebración de los consuelos de la belleza del mundo o una glosa, con sonrisa melancólica de Demócrito cristiano, de las locuras de la edad. Algo de testimonio de esas locuras tendrán también sus diarios, donde la gravedad siempre es compatible con el calor de una inteligencia afectuosa. En todas estas obras Jiménez Lozano se inscribe en la gran tradición europea y –desde su mínimo cenobio en Alcazarén- dialoga con ella hasta que el pasado ilumina el presente. Hemos tenido, sin duda alguna, a un maestro entre nosotros, a la misma distancia del mundo de un Montaigne o un Leopardi, “in angulo cum libro”, en una soledad elegida que redundó en una obra fecunda y una escritura libre, tan familiar con las verdades del campo como con las erudiciones de los clásicos. En algunos momentos particularmente epifánicos se juntan ambos saberes con naturalidad de maravilla, como al hablar de las rastrojeras de octubre o de las estrellas en el cielo antes de la Navidad.

“Algún día, la debilidad retumbará en el tiempo”: si la verdad aparece en el mundo “como debilidad y desgracia”, algo dice de lo humano que en su hondón ese dolor –como escribía Daniel Capó estos días- no represente la última palabra. Porque no sólo hay una “pequeña bondad humana” inerradicable, sino una esperanza que es “lo que nos constituye como hombres más que ninguna otra cosa”, y que afirma asimismo “esa igualdad radical del género humano”. Jiménez Lozano habla de las risas de los verdugos cuando las víctimas entraban en la cámara de gas en la confianza de que sólo era una ducha. Sí: siempre habrá quien juegue con esa esperanza o se ríe de ella, pero esa esperanza seguirá ahí, “incluso machacada o reducida al absurdo”, y solo ella es capaz de empujar la Historia. Es, como la de Abraham, una esperanza contra toda esperanza. O como “la indestructible esperanza del almendro que se obstina milenio tras milenio en ofrendar su flor, aunque será casi siempre amortecida por el hielo”.

Ignacio Peyró
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