No hace tanto tiempo, el moreno se explicaba menos por las escapadas a Ibiza que por determinación genética o –simplemente- por haber ido a segar. “Blanca me era yo / cuando entré en la siega”, dice una coplilla que fue lopesca pero pudo haber sido popular. La morenía, por contraste, tenía que hacerse valer o perdonar, y ahí está la amada del Cantar con su disculpa: nigra sum sed formosa, “soy oscura pero hermosa, hijas de Jerusalem”. Véase que, en el mismo Cantar, se pondera el blancor del amado como el elogio más altisonante. En fin, del Cantar al Cántico Espiritual, la amada de San Juan pide perdón “si color moreno en mí hallaste”.

En la Biblia, los dientes de la boca deseada se equipararon al color más deslumbrante de este mundo: el de las ovejas que se acaban de esquilar. Guido Cavalcanti también iba a ser muy fino: compara a su dama “con la nieve blanca que cae sin viento”, y ahí casi oímos el desgranar tan dulce de la música del Stil Novo. Sólo la heterodoxia de Shakespeare –en sus sonetos- se atrevió a afirmar que la nueva belleza está en lo oscuro. Incluso a la hora de vestir, lo femenino se quiso blanco hasta los primeros duelos en Ascot y la venganza de Coco Chanel, que hizo vestir a las señoras el negro que, hasta entonces, sólo vestían las criadas y las monjas.

 

 

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