En El salón contemporáneo de D. Capó

La Vanguardia, por S. Vila-Sanjuán

La Gran Bretaña de Ignacio Peyró (lavanguardia.com)

Luis de León Barga: Un aire inglés. Ignacio Peyró. Fórcola, 2021 (librosnocturnidadyalevosia.com)

C. Mármol en Letra global

Miniaturas británicas

La segunda navegación de Ignacio Peyró por el mar de la cultura inglesa, ahora en una antología de piezas de ocasión, destila fascinación por la arqueología del mundo de ayer

CARLOS MÁRMOL 

No hay nada más poético para una sensibilidad lánguidamente romántica que los restos de una decadencia civilizada. Esa atmósfera de final de juego. La llegada a la estación término. El aire (perfumado) de la felicidad (perdida) que, gracias al ejercicio sostenido de la idealización, termina confundiendo las vivencias privadas con los tesoros patrimoniales. Es lógico: cada uno de nosotros, tenderos o reyes, sólo contamos con ese trecho escaso de experiencia que llamamos la vida. Siendo pasajera, aunque la diosa Fortuna y la madrastra Contención la prolonguen –si hay suerte, durante décadas–, resulta natural, y hasta pertinente, que los instantes netos de felicidad se amplifiquen. Es una forma de compartir sin esfuerzo, aunque no se libre –según sea el auditorio– de cierta dosis de envidia, ese hispánico pecado.

De los británicos suele contarse que su mayor calamidad es el orgullo, aunque siempre habrá quien considere esto una virtud. Claro es que, si entramos en comparaciones –y en literatura si uno no compara no se entera de nada–, de la vanidad comunal, se profese hombre a hombre o en masa, eso da lo mismo, casi nadie se libra. Los franceses, sin ir lejos, tienen la grandeur. Los italianos, el Quattrocento. Y los españoles –aquellos que vamos quedando aislados en este mar de soberanías autonómicas, dogmáticas de sí mismas por definición– no digamos ya. ¿Quién descubrió América? ¿Quiénes fundaron las primeras universidades transoceánicas? ¿Acaso el idioma, como dejó dicho en su Gramática Elio Antonio de Lebrija –el Nebrija es un pavorrealismo latino, como explica Juan Gil en uno de los selectos breviarios de la editorial Athenaica– no es el verdadero imperio? Ya saben: all that stuff.

La imagen cultural de todos los países es una suma obscena de medias verdades y mentiras interesadas. Las primeras las predican sus hijos naturales, que profesan devoción a su origen porque –la verdad no debe quedar sin ser dicha– el nacionalismo siempre comienza hablando de sentimientos y termina en una enconada defensa del derecho a cobrar la herencia. Las segundas –cada uno es vástago de su condición– son obra de los enemigos. De forma que cuando uno viaja a eso que antes se llamaba el extranjero parece recomendable poner entre paréntesis la cosecha de estas agriculturas –el autoelogio desmedido; la denostación furiosa– y limitarse a mirar sin tratar de buscar necesariamente coherencia entre la fama y las ramas.

La ausencia de esperanza, que tan mala prensa tiene, es un gozo mayúsculo porque invalida la decepción y previene el desengaño. No es éste, en cambio, el tono general del último libro de Ignacio Peyró, diarista y director del Instituto Cervantes en Londres, que tiene la virtud de tener una legión de devotos. Todo un mérito en este mundo lleno de lobos. ¿Qué ven en él? Diríamos que lo mismo que Peyró atisba en su admirada Britania: un paisaje, una actitud, un determinado humor interior. Una forma de entender el mundo. Sobre todo el de ayer, que es el que –desde nuestro rotundo hoy– apenas si entrevemos, acaso, en un lejano sfumato.

Su segunda incursión en la cultura anglo –Un aire inglés (Fórcola)– reúne una antología de artículos y piezas de ocasión, escritas para periódicos, gacetillas, revistas y conferencias que reincide en la misma geografía que ya visitó con éxito de fratelli e sorelle en Pompa y Circunstancia (Fórcola), su enciclopedia de autor sobre este mismo particular. La segunda navegación discurre pues por aguas dulces y generosas, como los vinos de Xerez, surcadas en una vida anterior por ese marinero ancien régime que es Peyró. La travesía resulta placentera –el autor disfruta mucho con su trabajo de campo, por decirlo al modo de Muñoz Rojas– y los meandros de la singladura por el río –el Thames– transmiten una íntima dedicación.

El director del Cervantes (londinense) nos descubre en estas filias autores y sucesos. Y distrae la aridez de las relaciones históricas con el hedonismo de aquel que mira la cultura –suma de usos y costumbres– como un manjar perfectamente disponible. Por todo esto, el lector no puede sino darle las gracias: se percibe que Peyró es un erudito de los destellos de Albión (esa pérfida fascinante) y que sus capacidades para divulgación se acercan al clásico consejo horaciano de prodesse et delectare.

Al tratarse de un libro de acarreo, cuyas piezas nacen de circunstancias cambiantes, igual que las coplas de pie quebrado, el conjunto no guarda siempre la misma intensidad. Esta exigencia de origen le otorga una de las virtudes de la escritura periodística: la condensación. Peyró dice muchísimo en el espacio disponible, introduce múltiples referencias –las Cosas inglesas de Patrick Mauries; la Suite inglesa de Julien Green– que suscitan la curiosidad de sus lectores. Su abanico de sugerencias induce a la caza libresca. Distinta cuestión es si a esta antología –lo ha dicho José Luis García Martín, el decano del Oliver de Oviedo, infame hogar de tertulias de una turba (madura) de líricos– le sobran páginas o si hubiera logrado quizás un efecto mejor reduciendo secciones para concentrarse en unos paisajes en demérito de otros, acaso los dedicados a las cuestiones políticas, donde el autor evidencia –“la sinceridad siempre es potencia”, escribió Rubén Darío– sus preferencias personales.

Pudiera ser, pero se trata de una cuestión subjetiva. Un libro tiene las páginas que desea el autor y tolera el editor. Y está bien que así sea. Tras el centón de Pompa y Circunstancia –1068 páginas– las menos de cuatrocientas de Un aire inglés no nos parecen muchas, sobre todo si incluyen piezas como la dedicada a la anglofilia de Josep Pla o a personajes como James Lees-Milne, Kipling, Evelyn Waugh, Edith Wharton o Louis Auchincloss. Este Peyró erudito nos seduce más que el celebrado memorialista. Básicamente porque no necesita incidir en la primera persona para construir su ethos –“cíñase al tema, joven”, decían los maestros antiguos– y presta sus capacidades, que no son mancas, a la materia propiamente dicha, evitando caer en los gratuitos desahogos confesionales. Sobre todo los costumbristas, que a muchos nos han parecido siempre escabeche para disimular la calidad género.

Los mejores fragmentos de sus diarios, género en el que persigue los logros de Trapiello y usa el catalejo de Valentí Puig, sin olvidar la atmósfera de La ciudad invisible de José Carlos Llop o de Bearn, la novela de Llorenç Villalonga, son aquellos en los que, como sucede en las paradojas barrocas, Peyró parece un moralista francés, que es la estela por la que toda la vida anduvo Pla. Hablando de Gran Bretaña esta versatilidad tiene mérito. No es fácil, tras una inmersión en semejante río, no salir empapado. Peyró marinea con suma habilidad por estos mares ilustres del Imperio, aunque en ocasiones abuse –igual que hacemos nosotros en este artículo con una finalidad puramente irónica– de los términos en otros idiomas, como si fuera un diplomático cortés fascinado por los brillos de las lámparas de las embajadas.

Es cierto que sus reflejos le dan ambiente a la estancia, pero la mesura no está reñida con la naturalidad. Más bien al contrario, como evidencian los historiadores británicos –severos en la investigación, extraordinarios en la dicción– y los grandísimos expatriados ingleses, esos viajeros tan dotados para encontrar los sitios que confirman que cada uno tiene su propio lugar en este mundoDe todas formas, por decirlo a la manera episcopal, se trata de una falta venial, consecuencia más que comprensible de la irrefrenable admiración –que compartimos– por los gestos de estilo de Néstor Luján, padre y maestro de la literatura gastronómica patria, uno de sus géneros predilectos. Desde aquí no podemos sino decir lo mismo que el felpudo de bienvenida de la mansión de Goethe en Weimar: Salve.

Inglaterra, que hasta el siglo XVI no desarrolló su propia lengua, situada en los confines del mundo latino, protestante por obligación marcial, aunque convirtiese tal circunstancia en devoción, es un puzzle con muchísimas piezas. Peyró lo arma con la misma dedicación con la que un adolescente dibuja su fábula en un espejo: seleccionando sus mejores estampas y aspiraciones. Los suyos son los artefactos sentimentales de un enamorado de la máquina a sabiendas de que, si se la mira desde otro ángulo, su artificiosidad quedará cuestionada.

Vista a la luz del Brexit y las fiestas (con espuma) de Boris Johnson, esta Albión, parece una sucesión de miniaturas del mundo de ayer, recreadas sensorialmente no tanto por un legítimo amor al elitismo o a los inciensos de la tradición, sino por aquello –más funcional, sin duda más inteligente– que dejó escrito Ortega y Gasset: el reconocimiento de una cierta idea de excelencia establece un patrón social que, al ser emulado, antes o después, termina mejorando a una sociedad en su conjunto. Quien lo probó, como escribió Lope de Vega, lo sabe. Quien no, tiene un problema. Porque nadie escapa a la inmemorial ley de la gravitas.

 

Ignacio Peyró
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