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Volverás a Madrid

No deberíamos volver a los lugares en los que fuimos felices, dijo ya no sé qué poeta, quizá por probar que uno puede ser un as para la lirica y algo cabestro para todo lo demás. Por mi parte, tras diez meses sin ir a Madrid, no dejo de pensar en volver y volver a tantas mesas donde fui feliz y a tantas barras que fueron, durante años, el centro del mundo. Nadie lea aquí queja: en Londres, donde vivo, se puede comer una fabada académica y un arroz canónico, y lo mismo beberás un 890 de La Rioja que un Puro Rofe de Lanzarote. Hasta ortiguillas hay, de nuestro sur -esas que no viajaban-, y no falta el restaurante que administra lentejas con chorizo como penicilina en tiempos de estraperlo: las lentejas son infalibles reparadoras de nostalgias. Pero donde no hay queja, sí puede haber anhelo, y no hemos estado puliendo la barra de Cuenllas durante años para no echarla de menos cuando falta. En la contabilidad de la pandemia están el dolor y la ruina, pero junto a ellos está la alegría cesante: todos los ratos de felicidad que nos quitó. Por suerte, también tenemos un hambre de vivir -y de comer- que no solo no nos quitó sino que nos ha redoblado.

Y Madrid desde lejos tiene algo de gymkhana de las delicias, sin más preocupación que pensar si no habremos de llevarnos un hígado supletorio para la visita. Volver a casa por Navidad puede ser también volver -es la temporada- al ganso, centroeuropeo y solemne, en Horcher. A esos mediodías de sábado que, en torno a la barra de Arzábal, se van eternizando hasta que se nos ha hecho de noche. A una batida en profundidad por Ponzano y a una buena razzia -de los jereces de Kulto a los borgoñas de Laredo- por el Retiro. También habrá que volver a Lakasa, con manifiesta intención de encadenarse. Y a Sacha, con vocación de no salir.

Es humanamente explicable que el expatriado quiera, al volver, un chapuzón en las esencias: ese momento en que -me ha sucedido- cielos y tierra pasarán pero nosotros cenamos en la plaza mayor de Chinchón. Tal vez este invierno nos tiente subir al Escorial, al Charolés y a su cocido, o coger la otra dirección y regresar a Adolfo o a lo de Iván Cerdeño allá en Toledo, aunque en el propio Madrid hay conservatorios de una España, más que profunda, subterránea: de El Tormo manchego a El Imperio asturleonés. El mismo Madrid vuelve a ser, en Casa Pedro, destino de domingo con ganas de Castilla, del mismo modo que hemos logrado importar todos los nombres de las Rías Baixas -de Sanxenxo a O Grove- para traernos la más envidiada de nuestras sabidurías en cocina: la cocina del mar.

Sí, de Membibre a Saddler, cómo no va a haber novedades que nos tienten, del mismo modo que será imposible no avanzar Castellana arriba sin pensar en las glorias que fueron: por ejemplo, Santceloni. Y sin duda habrá que mirar los vinos nuevos de Coalla, pero no por eso dejar los de Lavinia o los de Bravo o, por volver al inicio, los de Cuenllas. Ahí estamos, deseosos ya de nuevo del Madrid de la A de Abraham -García-, de Arce, de Asturianos y Angelita hasta la zeta ya imposible, ay, de Zalacaín. Son muchos nombres y mucho trabajo, e incluso algún lugar -de La buena vida a La tasquita- se me ha olvidado. De mantenerme fiel a mi hoja de ruta, sin embargo, lo que va a haber que olvidar es la báscula. O la cartera. No se puede estar tanto tiempo sin volver.

Ignacio Peyró
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