(Publicado en El confidencial digital en marzo de 2006: ¡mi primer artículo!)
Un poderoso dedo destructor, un ingenio de la mecánica o la hidráulica vino a demoler el primer Vip’s de España hace unos días. Los paseantes miraban con asombro, tomaban fotos con el móvil y pensaban, tal vez, en Gallardón. El primer Vip’s ocupaba los bajos de una compañía de seguros que por intereses de belleza urbana debería haber tenido un nombre ostentoso —La Patria Hispana, Previsora Universal, Aachener und Münchner- pero en realidad sólo era AXA. Las escenas de demolición fueron un pequeño apocalipsis en el que una grúa pellizcaba los muros, desnudaba el edificio y dejaba caer cascotes como la materia leve de los pétalos. Así debió de derrumbarse —pensábamos- la arrogante muralla en Jericó.
Aquel era un tramo al principio de O’donell que tenía su interés. Calle culta, todavía permanecen las delegaciones madrileñas del Círculo de Lectores y del Grupo Zeta, el rótulo orientalizante de “Dragón Butano” y una peluquería para ricos que hizo turno de noche en la boda de los Príncipes de Asturias. Por lo demás, hay desde 1920 una tienda de bicicletas con el nombre vanguardista de “El caballo de acero”. Hoy la calle O’donell sufre una destrucción orgiástica por la perforación de un túnel aunque la autoridad municipal promete, para dentro de una década, un ameno bulevar con muchos árboles.
Allí en O’donell estuvo Alfas Laserna cuando el comercio era casi un arte y el lujo podía ser algo relajado y burgués. La tienda tenía esa elegancia tan tibia de la media luz, los tonos verdes y los urogallos disecados. En Alfas, Franco se mandaba hacer las tebas y los madrileños vieron por primera vez, con gran admiración, los zapatos americanos de Sebago. Las chaquetas tebas, en distintas versiones degradadas, y los penny loafers de Sebago tendrían después mucho recorrido en ciertos barrios y entre cierta gente. Se restauraban también armas magníficas, vasco-navarras e inglesas. En fin, Alfas cerró y en el local acomodaron una taberna neo-andaluza donde, alguna vez, se vio al periodista José Oneto dar al viento golpes de flequillo.
El Vip’s originario seguía el modelo de cafetería americana —como Nebraska o Manila o California- que alegraba las tardes de las viudas con meriendas muy copiosas: sólidas tartas de queso, pancakes con extra de sirope y nata, batidos dulces de medio litro, fantasías arquitectónicas de helado y ese género de cosas que sólo sin vanidad pueden tomarse en público. El Vip’s era el sitio para el té de las cinco o el gin&tonic de las seis. Además de viudas o de madres con hijos que vuelven del médico, en el Vip’s abundaban los enamorados recientes en busca de una intimidad no excesiva y los grupos de jóvenes que pasaban dos horas con la misma coca-cola. Hasta el asalto de otros pijos suburbiales, fue el Vip’s de Velázquez con Lista el que convocaba a la pijez más clasicista de las camisas rosas y —precisamente- los mocasines de Sebago. Yo creo que todo es ya una página de época, quizá porque antes nadie se reconocía como pijo y ahora todo el mundo quiere serlo. Estos no son juicios morales sino observaciones de uno que pasea sin afán.
“A París sólo le falta el Vip’s”, comentaba un francófilo, harto de la tristeza de escuchar sus propios pasos por los bulevares en penumbra cuando apenas eran las diez de la noche y en el Flore se apagaban las luces y los últimos cigarros. En su momento más vital, el Vip’s abría hasta las tres de la madrugada y allí podía uno comprar la prensa de mañana, agua con gas, revistas tontas o un bocadillo de salmón: contribuía todo a una frivolidad que, de algún modo, tuvimos que llevar con indulgencia. Allí compramos los fondos saldados de la editorial Pamiela y el disco de Penderecki que solamente escuchamos una vez. Pese a todo, en los domingos de otoño con viento y nubes, el Vip’s era la excusa del paseo.
Hubo un tiempo fatal, hace ya años, en que las camareras del Vip’s empezaron a ser feas y a dejar de sonreír. Las ensaladas se hacían de lechuga iceberg y la limpieza sólo se notaba en el invasivo olor del amoniaco e incluso a las nueve de la mañana los croissants tenían la textura del cartón. El millonario mexicano Plácido Arango, doblemente misterioso por millonario y por mexicano, se abandonó a su codicia creativa y el Vip’s se fue extendiendo con exceso y una uniformidad y rigidez desagradables. Todo perdía el encanto conservador y optaba por un salvaje progresismo, en tanto el mexicano —lícitamente- engordaba sus riquezas. En mi caso, también dejé de considerar que desayunar fuera de casa era la acepción más asequible de la libertad. Así nos desligamos de esa conexión casi sensual que nos une a algún lugar de la memoria hasta que, algo después, prefirieron retirar las tarjetas-oro. De todo empieza a hacer ya mucho tiempo. Ahora que ha cerrado el primer Vip’s, el Vip’s aquel de las magníficas meriendas, descubrimos una mínima orfandad como una arqueología sentimental sin recorrido, donde se ha posado el tiempo con total banalidad. Unas grúas terribles derribaron la casa y ahí se pudo ver esa mano de nieve que enturbia el pasado y escribe en las paredes las palabras confusas del futuro. “Mene, teqel, upharsin”: en todo caso, siempre fueron mejores las meriendas de Embassy con cóctel de champán y merengue de limón.
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