Texto leído con ocasión de la presentación de la conferencia que Luis Alberto de Cuenca pronunció en el Instituto Petrarca a propósito del Macbeth de Shakespeare:

Amigas y amigos,

Lo bueno se hace esperar, pero –la verdad- es mucho mejor cuando se hace esperar poco. Por eso, voy a ser mucho más breve de lo que me pide el entusiasmo y en seguida les voy a dejar con Luis Alberto de Cuenca. Antes, quería felicitar a Cristina Alonso por haberlo elegido para esta lección inaugural: es un signo visible de esas ambiciones nobles que guían al Instituto Petrarca, y que con tanta hondura y tino ha glosado Ignacio Verdú. Gracias, por tanto, a los dos. Y gracias, por supuesto, a Luis Alberto, por demostrarnos –una vez más- que su generosidad intelectual sólo es menor que su talento.

Amigas y amigos,

La obra de Luis Alberto de Cuenca ha propiciado y propiciará estudios sesudos y lecturas críticas, incontables conversaciones entre ese público algo mistérico que lee poesía y –por supuesto- ya ha hecho su camino hacia los manuales de Literatura. La poesía de Luis Alberto, sin embargo, ha alcanzado una de las mayores felicidades que puede alcanzar una obra: la de ser conocida incluso por quienes creen no conocerla. La de haber cuajado versos que se van haciendo anónimos por haberse sumado ya al gran caudal de nuestro lenguaje habitual. La felicidad, en definitiva, de haber ensanchado el horizonte habitual de la lírica para no limitarse a ganar el aplauso –que lo tiene- de los especialistas, sino de todas esas personas que siguen necesitando poesía lo sepan o no, y que han encontrado en sus versos el mejor lugar para leerse. Sin duda, cualquier escritor tiene una deuda con la literatura que le antecedió. Pero la poesía tiene que agradecer a Luis Alberto de Cuenca el haber conquistado corazones antes inaccesibles para ella.

A estas alturas, tenemos la alegría de contar con una obra amplia y sólida, con su poesía reunida y con muchos de sus versos antologados y traducidos. Pero eso sólo quiere decir que hace ya un buen tiempo que la voz de Luis Alberto se nos viene haciendo necesaria. En concreto, desde que –a primeros de los setenta- libros como Elsinore quisieron reaccionar con descaro culturalista ante los excesos del hollín de la poesía social. Ya en su mismo principio, por tanto, el erudito doctor en Clásicas, el experto en saberes infrecuentes y el lector de voracidad vocacional va a ir de la mano del hombre que sabe –como dice uno de sus versos- que “una noche en la calle / vale más que cien libros”. Por eso, Luis Alberto ha podido compatibilizar –con una congruencia inimitable- el estudio de viejos grimorios con la escritura de éxitos pop en todo lo que va de Loquillo a la Orquesta Mondragón. Y no puede dudarse de que quien ha traducido y estudiado a Calímaco, a Lulio, a Apolonio de Rodas o el Cantar de Valtario –premio Nacional de traducción- tiene toda la autoridad para ennoblecer y limpiar de prejuicios nuestra relación con una cultura pop reintegrada con honores al cauce de la cultura sin más, en todo lo que va de la música ligera al cómic.

Esta es otra intuición que debemos a Luis Alberto de Cuenca, y precisamente del lenguaje del cómic viene la filiación de esa “línea clara” que no sólo define buena parte de su creación poética, sino que puede rastrearse como categoría en la tradición española y europea. Una de las manifestaciones mayores de esa “línea clara” tuvo lugar en 1985, con la publicación de La caja de plata, un libro –premio de la Crítica- cuyo estruendo de entonces sigue resonando hasta hoy. No en vamos, hablamos de uno de los poemarios más influyentes de la poesía española en las últimas décadas, capaz de abrir nuevos caminos a la expresión de una sensibilidad contemporánea que, en el caso de Luis Alberto, se verá recorrida de ironías y elegancias, de cotidianidad y afán libresco, de verso libre y metro tradicional. De entonces hasta ahora, con hitos como Por fuertes y fronteras o el reciente Cuaderno de vacaciones, Premio Nacional de Poesía, la “línea clara” de Luis Alberto no ha dejado de acompañarnos ni de convertir –como decíamos- no pocos de sus versos en proverbiales, siempre tan antiguo y tan moderno como quería Darío. Pero, además, ha sido lo suficientemente fecunda como para multiplicarse a través de su huella en las nuevas hornadas de poetas.

Amigas y amigos,

La poesía ha ocupado el lugar de la centralidad en las pasiones de Luis Alberto, pero sería injusto no hacer mención de tantos amores satélites con los que ha enriquecido su trayectoria. Hablamos de su cinefilia a través de la radio y la televisión, o de tantas páginas de crítica literaria en los diarios o en publicaciones como la Nueva Revista de su maestro Fontán. Desde luego, tampoco podemos soslayar los reconocimientos que –de su condición de Académico de la Historia al Premio de Cultura de la Comunidad de Madrid- han venido y seguirán viniendo a reconocer su figura. Incluso, como todos ustedes recordarán, Luis Alberto ha tenido una vocación de servicio público plasmada en dos grandes encargos: la dirección de la Biblioteca Nacional, quizá uno de los trabajos más hermosos de España, y la Secretaría de Estado de Cultura, quizá uno de los más espinosos. Como todos sabemos, tras su paso por la esfera pública, Luis Alberto tomó la decisión más sabia: no volver a ella. Y eso es algo que los lectores le debemos agradecer, en tanto que así hemos podido leer no sólo sus nuevos versos, sino traducciones y ediciones de todo lo que media entre Chrétien de Troyes y su viejo favorito Marcel Schwob. Una labor de peso que, junto a empeños anteriores –pienso en Eurípides o en Horace Walpole- le hubiese asegurado ya un lugar de preeminencia entre nuestros sabios sin necesidad de escribir un solo verso.

Amigas y amigos, voy terminando ya.

Algunos sólo lo supimos tras ver la representación de El tiempo y los Conway, pero el apego de Luis Alberto al teatro –y no pocos de sus versos tienen algo de monólogo de los buenos siglos- ha sido otra constante en su sanísima bulimia literaria. Ahí, mano a mano con Fernández Bueno, no sólo ha tenido el cuajo de enfrentarse a una de las grandes obras de todo tiempo, el Macbeth shakesperiano del que hoy nos va a hablar. Ante todo, ha tenido el acierto de realizar una traslación que descuella entre la selectísima tradición de traductores del Bardo, y por la que los versos de esta tragedia nos van a llegar ya siempre a través de la modulación castellana de su pluma.

Esta es otra de las cosas, amigas y amigos, que le quedamos a deber a Luis Alberto. Pero si, como lector desde joven, yo tuviera que agradecerle todas, nos estaríamos aquí unos cuantos días. Termino, por tanto, una presentación que sólo ha querido ser un elogio. Y les pido que reciban a Luis Alberto de Cuenca con el fuerte aplauso que merece.

Muchas gracias.

Ignacio Peyró
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