Manuel Arias Maldonado. La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI. Página indómita, Barcelona, 2016. 438 p. (Texto publicado en revista Turia)
Las pasiones políticas conocen una notable ambivalencia: si Burke observó una mezcla de “ligereza y ferocidad” en todo proceso revolucionario, el propio pensador irlandés estaría de acuerdo en que no es lo mismo la Revolución de Terciopelo que la de los Jemeres Rojos. Es por tanto consecuente que la apelación a la sentimentalidad haya podido detonar las causas políticas más nobles y las más innobles: sin salir de la cuestión racial, un libro como La cabaña del tío Tom prestigió la lucha abolicionista, mientras que un libro como Los protocolos de los sabios de Sión aventó el odio al judío en toda Europa. No es de extrañar: tanto las intuiciones de la oratoria clásica como los hallazgos de la ciencia moderna subrayan la necesidad del reclamo emotivo para la movilización política. Al tiempo, e irónicamente, la lenta cocción de los regímenes demoliberales puede leerse como el establecimiento de una trama de cautelas ante el potencial disruptivo de esa misma pasión política: cuando Pendás afirma que “la fundación de la democracia es la buena educación”, no hace sino aludir a las sofisticaciones con que se ha adornado a lo largo del tiempo, de las cortapisas al poder a la tolerancia del otro, del reconocimiento de derechos al compromiso con cierta idea de virtud ciudadana, etc. La sofisticación puede ser tanta, en efecto, que la legitimación de las propias democracias provenga menos de la adhesión afectiva que de una precavida cautela: Niebuhr, por ejemplo, nos dirá que somos demócratas porque –al fin y al cabo- nunca vamos a hallar personas tan buenas como para darles un poder indefinido. Con “el fuste torcido de la humanidad”, en definitiva, cabe hacerse pocas ilusiones, y por eso el pack de la ciudadanía ilustrada contempla la sumisión de las emociones políticas para que luzcan “los mejores ángeles de nuestra naturaleza” racional.
Las emociones, sin embargo, nunca se fueron. Y bien puede pensarse que hoy se toman su venganza. La narrativa de no pocas instituciones –de la Unión Europea a la Transición española- ha visto erosionado su prestigio, mientras que los señuelos primarios del populismo o el nacionalismo recibían una prima de autenticidad, en un repliegue sentimental que pone en riesgo la construcción ilustrada del liberalismo internacionalista a ambos lados del Atlántico. Es fácil redirigir las culpas a la crisis, sin duda. Pero entre los muchos aciertos de La democracia sentimental está el penetrar en simas más hondas y más preocupantes: a partir de un donoso escrutinio tan actualizado como multidisciplinar de la ciencia y la politología más recientes, Arias Maldonado subraya la ilusión que subyace a esa otra construcción ilustrada del “sujeto soberano” como agente político. Dicho de otro modo, lo que va de las neurociencias a la psicología evolutiva puede causarnos otro de los grandes desencantamientos de la historia del hombre: tanto nuestras percepciones como nuestra toma de decisiones se ven afectadas por sesgos muchas veces no conscientes, tanto de orden somático como de orden social o cultural. ¿Es el final del libre albedrío? De momento, es una toma de tierra en la modestia: “somos menos soberanos de lo que creíamos”, y más susceptibles de manipulación e influencia. Pero si razón y emoción se permean, el propio conocimiento de nuestros afectos, como afirma el profesor Arias Maldonado, nos ha de permitir encauzarlos.
Como puede verse, La democracia sentimental no limita sus méritos a algo ya notable: cartografiar, con gran sentido de la oportunidad, el malestar político de nuestro tiempo. El libro participa de una feliz osadía intelectual, y sus diversas partes pueden leerse de modo sucesivo como un compendio de los descubrimientos de la “fisiología política”, un tratado sobre la incidencia de los afectos en nuestra conducta pública y una propuesta sobre el manejo y la integración de las pasiones políticas en nuestras sociedades abiertas. Así, paradójicamente, un ensayo que comienza con un metódico despiece del ideal del ciudadano ilustrado termina por ser una llamada, tan desengañada como firme, a la reconstrucción de ese ideal y a la vigencia del paradigma de las sociedades abiertas. Que Arias Maldonado lo haga con su legibilidad de siempre es algo que debemos agradecerle, de igual modo que el ensayo se ve favorecido tanto por su minucioso recorrido por la literatura especializada como por una inquietud cultural de más largo alcance.
La mencionada actualización del ideal ilustrado, en cualquier caso, no podrá hacerse sin integrar la esfera emocional en nuestra comprensión del comportamiento ciudadano, lejos ya de “la fatal arrogancia” del “mito de la racionalidad”. De cara a la combinación de la autonomía individual y la deliberación pública, el conocimiento de nuestros propios condicionantes bien puede recauchutar ciertas virtudes clásicas que Arias Maldonado engloba bajo la figura del “ironista melancólico”: ironista por “asumir la contingencia de su lenguaje moral (…) y combinar su compromiso cívico con la conciencia de que ese compromiso es también contingente”; melancólico, por saber de “la imposibilidad de que un orden colectivo resulte enteramente satisfactorio para todos los individuos que lo forman”. En definitiva, la humillación del “sujeto soberano” oculta una paradoja: saberse influido por las pasiones ya nos libera un punto de ellas. Bien mirado, es el mismo punto de partida de los ilustrados en una labor siempre inconclusa: tener una política más consciente de sus límites es también tener una política más consciente de sus posibilidades.
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