Como el sexo o los huevos con chorizo, las puestas de sol también son algo que parece gustar a todo el mundo. No todo el mundo, desde luego, dedica al fenómeno las muy sentidas palabras que le dedica Thoreau, quien creyó vislumbrar el jardín de las Hespérides en “el sol reflejado en una nube llorosa”. Pero, delicuescencias aparte, el éxtasis en apariencia convencional ante la tramoya celeste no parecería avalar una sensibilidad particularmente exquisita: por poner un ejemplo, a nadie le extrañaría que alguien alabara de modo formulario la belleza de un ocaso para, acto seguido, enchufarse a Gandía Shore.

 

 

Ignacio Peyró
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