Sus nombres viven para siempre - ABC - Ignacio Peyró

Sus nombres viven para siempre – ABC (24/12/2016)

«La civilización avanza lentamente» –escribe Morand en sus Diarios– «y después, en ocho horas retrocede ocho siglos». El 25 de diciembre de 1914, ante el pasmo de sus respectivos Estados Mayores, soldados británicos, franceses y alemanes abandonaron sus trincheras para intercambiar prisioneros, víveres, pitillos, algún dulce. Era la célebre Tregua de Navidad de la Gran Guerra y allí se cantaron villancicos y no dejaron de improvisarse partidos de fútbol. Justo un año después, en la Nochebuena de 1915, un sargento británico avanzaba hacia las líneas enemigas para confraternizar con la tropa alemana. Esta vez cayó abatido –un balazo– en la tierra de nadie. Tras cursarse las órdenes pertinentes para evitar toda efusión navideña, quedaban sentenciados un código de conducta y un orden internacional que –según medita Burleigh– habían transparentado de humanidad tantos conflictos desde tiempos medievales.

Sin duda, este paso pesaroso de la Navidad de 1914 a la de 1915 es elocuente de la quiebra en la conciencia europea que supuso la Gran Guerra. Pero también representa una de sus ironías macabras: detonada en agosto, nadie pensó que fuera a durar –precisamente– más allá de Navidad. Según dejó dicho Zweig, creer en algo más que una escaramuza entre naciones civilizadas equivalía a creer «en brujas y fantasmas». Por eso, a medida que la contienda dio paso a una macroeconomía de la muerte, no sólo se produjo una áspera toma de conciencia del fin de esa edad tan dulce, «en la que habíamos supuesto que el mundo progresaba gradualmente». Poco a poco también se hizo sentir la percepción de Bernanos, para quien «esa religión del Progreso» por la que se les había pedido morir no dejaba de constituir «una gigantesca estafa a la esperanza».

 

 

Ignacio Peyró
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