Un día de junio de 1914, Edward Thomas -llamado a ser uno de los grandes «poetas de la guerra» y muerto en flor- cogió un tren de Paddington a Malvern que, sin aviso, se detuvo un momento en el apeadero de Adlestrop. Esta anécdota menor iba a culminar, muchos meses después, en un poema no por breve menos grande. Los versos de “Adlestrop” han quedado como estampa de un idilio del mundo anterior a la guerra, pero también son, como señala Eduardo Jordá, «una indagación casi quirúrgica sobre el misterio de la conciencia». Y, añado yo, una muestra de rara convivencia entre modernidad y tradición y ritmo y composición inmejorables. Cifra de una Inglaterra mítica, a uno, más modestamente, también le cogió por sorpresa -un día frío de marzo, lejana la primavera todavía- ver el cartel de Adlestrop cuando iba de paseo por los Cotswolds. En agradecimiento al momento y al poeta escribí estos versos, que seguramente no digan nada bueno de mis talentos pero sí, con perdón, de mis huevazos.

Los versos se acaban de publicar en la revista Anáfora y me consta que esta semana los han despellejado en la más prestigiosa tertulia poética -esas cosas existen todavía- del país, la del Café Oliver, lo que vale por una Medalla al mérito militar. Pueden leerse aquí:

Ignacio Peyró
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