La City se embozó en su mejor niebla, las campanas del Big Ben enmudecieron y las grúas del Támesis se inclinaron en lenta reverencia para acompañar el funeral de Winston Churchill. Era el 31 de enero de 1965 y aquella fue una ocasión augusta. Londres –refieren los cronistas- no había visto nada igual desde los tiempos de Gladstone. Tampoco iba a volverlo a ver: las exequias del gran estadista fueron las últimas “en la tradición británica de ceremonia imperial”. Así lo había dispuesto Isabel II: una liturgia pausada, de aflicción contenida, de pompa sobria, hasta el rompimiento de gloria de las salvas de honor. Un funeral de Estado.

 

De San Pablo a Blenheim, algo de ese recogimiento iba a perpetuarse en tantos y tantos ingleses que salieron a la calle para presenciar el cortejo. Al paso del féretro, los bobbies se tocaban el casco; los civiles se descubrían la cabeza. Su pena era una pena sin llantos, sin hipidos, sin pancartas. Eran las mismas buenas gentes británicas que Orwell, en los graderíos del fútbol, había visto mansas y silenciosas como en misa de domingo. Aquel día representaban a la nación agradecida. Tantos años después del mediodía de su gloria, tal vez pudiera pensarse si no había algo exagerado, algo propagandístico, en la despedida –como dijo un historiador desmemoriado- a “aquel viejo que viste raro y bebe vino con el desayuno”. Y sin embargo, aquellas secretarias del War Office y aquellos tenderos del East End no tenían que preguntarse por qué estaban allí. Sabían lo que debían a aquel hombre. Algunos de ellos, a buen seguro, habían combatido del otro lado del Canal. Muchos habían vivido, sobre esas mismas calles, los bombazos del Blitz. Y todos habían encontrado un motivo para el valor y la esperanza en la voz que, a través de la BBC, supo gritar que “no nos rendiremos jamás”. En aquella hora crítica de 1940, como cuenta Ian Buruma, el mundo no tuvo otro asidero que el vigor moral de Winston Churchill. Qué menos que un homenaje de piedad a su memoria.

 

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Al encarar la batalla de Inglaterra, según reflexiona Store, “un líder de juicio sobrio bien podría haber concluido que no había esperanza alguna”. Por suerte, del florilegio de adjetivos que ha merecido Winston Churchill, el de “sobrio” es de los menos frecuentados. Dormía sin orden, siempre comió sin reducirse a un horario. Allá donde Atlee se atenía con escrúpulo a los tiempos, él entretenía a su Estado Mayor hasta la madrugada, empapado de scotch y de locuacidad alcohólica. Fumaba entre nueve y diez puros al día, tenía una debilidad manifiesta por el brandy “muy añejo” y –según sus propias cuentas- vació en esta vida los cascos de cuarenta mil botellas de champán. Pero quizá un estadista necesita unas virtudes en tiempos de paz y otras en tiempos de guerra. Churchill nunca tuvo proporción, templanza, mesura. El liderazgo, en cambio, le temblaba en la sangre, vástago como era del viejo tronco de Marlborough. De su padre había heredado el aplomo de un inglés brizado en las certezas victorianas; de su madre, el optimismo individualista de los norteamericanos de la mejor edad. Y si nació con el noblesse oblige del aristócrata, terminaría por adquirir el don de la oportunidad de los políticos, la visión del militar y los instintos del historiador. Otra nota de carácter quedaba río arriba de su estirpe: ese rasgo entre audaz y temerario que bien podía deberse a la carga genética de un Raleigh y de un Drake y que lo iba a distinguir entre los políticos de su época.

 

Al estudiar el temperamento churchilliano, lord Owen, por tanto, acierta con su caveat: que nadie piense, ante Winston Churchill, que estamos ante una persona normal. No fueron normales –pensemos en Hitler- sus enemigos. Y no iba a ser normal una vida que le llevó a conocer la última carga de la Caballería y los primeros pasos de la carrera espacial, el auge y la caída del Imperio, el descrédito y la fama y –como él mismo escribió- “el triunfo y la tragedia”. De un extremo a otro, tuvo tiempo para vencer la Segunda Guerra Mundial, ocupar mil y un puestos de relevancia política, marcar una pauta como historiador, ganar el Nobel y dar nombre a una vitola de habanos y a un moteado para pajaritas. Para cualquier hombre, combatir en tres continentes o gozar la celebridad del periodista hubiesen representado una consecución vital: en la biografía de Churchill, figuran apenas como hijuelas de la gloria.

 

Muchos han intentado dar con la cifra de la grandeza churchilliana. A Phyllis Moir, una de las secretarias del prohombre, le asaltaron con la pregunta insistentemente. La buena mujer iba a tardar años en pensarse la respuesta. Al final, escribió que “era imposible trabajar con el señor Churchill durante un tiempo sin experimentar la sensación de que era un hombre predestinado”. Es difícil leer cosas así en los escritos de los politólogos. Pero cuando Moir retrata al Churchill siempre laborioso, siempre apresurado, se hace inevitable pensar en un hombre que siente la urgencia de cumplir con un designio.

 

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Sus prisas se manifestaron pronto. Nada más ingresar en la Academia militar de Sandhurst, el joven Churchill escribe a su madre y le informa de su solemne intención de “hacer algo en el mundo”. Atrás quedaba el niño tímido, el alumno poco aplicado y el compañero poco popular de los tiempos de Harrow, uno de los viveros de la raza. “Hacer algo en el mundo”: lo mismo había dicho, mucho antes, un tal Benjamin Disraeli. Al igual que el eminente victoriano, Churchill iba a acelerar para conseguirlo: tal vez no contaba con un gran bagaje intelectual, pero sí tenía un magnífico uniforme de húsares al que dar lucimiento.

 

También tenía una valentía –de nuevo- temeraria, hasta el punto de que cabe preguntarse qué hubiera sido de Winston Churchill de no gastar sus excedentes de energía, literalmente, buscando guerra. Su historial todavía asombra. Antes de cumplir los veinticinco años, ya había participado en cincuenta operaciones con fuego real en Cuba, en la India, en el Sudán, en Egipto y en Sudáfrica. Lo hizo, casi siempre, en la doble vertiente de soldado y corresponsal, a medias por cuadrar las cuentas y a medias por un romanticismo poco meditado. En ocasiones –como en tiempo de los Bóers- sólo fungió como periodista, pero aun así se las arregló para meterse en problemas. Por ejemplo: en Sudáfrica, cuando atacaron su tren, Churchill tomó el mando y no recibió la Cruz Victoria sólo por figurar en condición de personal civil. Después, recluido en Pretoria, iba a añadir más páginas a las mocedades del héroe: su huida del campo de prisioneros y su llegada hasta Lourenço Marques -capital de Mozambique, trescientas millas más allá- se leyeron en Inglaterra como las aventuras de un Byron. Hoy quedan, más bien, como los versos inaugurales de una épica.

 

No hubiera habido Churchill estadista de no haber existido, previamente, un Churchill militar. Por eso apenas extraña que el gran hombre siempre volviera a la milicia: tras su primera y frustrada aventura en Oldham, a finales del XIX, y también en la Gran Guerra, a tumba abierta, como una purgación de sus culpas en Gallípolli. Pero Sudáfrica había sido su revelación al mundo y, a lomos de esta celebridad, iba a dar el salto natural a la política: apenas clareaba el nuevo siglo cuando ya era uno más en los Comunes. Sólo poco antes, había vuelto a recurrir a su madre: “le telegrafié para que me enviara libros”. Con ese pragmatismo se iba a forjar la prosa de un historiador en la falsilla de Gibbon y –según Bernard Shaw- el mayor estilista de la Inglaterra de su tiempo.

 

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Winston Churchill mantendría su asiento por más de sesenta años, pero su carrera de hombre público destaca menos por su duración que –típicamente- por su fulguración. Ocupó, siempre antes de lo habitual, puestos ministeriales capaces de culminar un cursus honorum, de Defensa a Municiones, del Almirantazgo al Ministerio del Aire, de las Colonias a Interior. Ocupó incluso el cargo de canciller del Exchequer, la Hacienda británica, a despecho de ser un manirroto, del mismo modo que se convirtió en un orador memorable pese a arrastrar un problema con las eses. Sorprende poco –carácter es destino- que, en sus seis décadas en la arena política, conociera el éxito y el fracaso y sólo rara vez la disciplina.

John Lukacs, que tanto ha trabajado la figura de Churchill, analiza su trayectoria antes de la Segunda Guerra Mundial: por contraste con su desempeño bélico, su historia previa había estado recorrida de no pocos errores. Siempre se le criticó su postura contra la abdicación de Eduardo VIII, como se le censuró su determinación a conservar la India. Como fuere, el gran error –cubierto en sangre- fue Gallípolli, tanto más grave en la medida en que tuvo no poco de empecinamiento personal. Cayeron allí un cuarto de millón de soldados y, en consecuencia, él mismo cayó del Almirantazgo. En vano podía reclamar su perfil de visionario: su profética exigencia de rearme frente al enemigo alemán antes de la Gran Guerra, su impulso del petróleo frente al carbón, su uso pionero de los tanques e incluso su pronta oposición –“hay que ahogarlo en la cuna”- al bolchevismo. Gallípolli lo iba a condenar a la postración y al silencio, aunque sin merma de la lucidez: según su mujer, Clementine, el peso de las muertes y la derrota por poco lo matan de pena.

Aquella fue la primera estación penitencial de Winston Churchill. La más amarga sería la de los años treinta, apestado, apartado, con pocas complicidades, profeta en el desierto ante la incubación del poder nazi. Ahí se alzó como alerta temprana del peligro que suponía Hitler, cuando hasta el duque de Windsor –el pasajero Eduardo VIII- admiraba abiertamente al dictador alemán, la clase alta inglesa mostraba no pocas simpatías y Neville Chamberlain recibía el aplauso de las masas como hombre de paz. Puertas adentro del carácter churchilliano, el historiador Burleigh comenta que tal vez se necesitara tener algo diabólico en el interior para reconocer tan prontamente al diabólico régimen nacional-socialista del exterior. Al menos, el hombre que había vencido a “la desesperación más oscura”, como bien sabía el doctor Moran, fue capaz de hacer creer a otros que la desesperación podía vencerse. En mayo de 1940, Churchill iba a conocer su “mejor hora”: frente a vagorosidades pactistas, impuso al gabinete su tesis de combatir a Hitler y la historia se decantó de su lado.

Esa historia estaba aún por escribir. En su discurso de investidura, Churchill, famosamente, no pudo ofrecer al pueblo inglés más que “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. Como siempre en su carrera política, su aparición en escena fue una providencia de la mejor oportunidad: sus discursos, que todavía hoy resuenan como una razón vital, sirvieron para despejar escepticismos, para galvanizar a un país que también iba a conocer “su mejor hora” ante las incursiones nocturnas del Blitz. Son palabras patrimoniales de la memoria humana: “Defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste. Lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas. No nos rendiremos jamás”. Incluso desde la derecha, Churchill ha tenido sus críticos –masonazo, temerario, americanoide, entreguista al comunismo-, pero al luchar contra el totalitarismo nazi, sabía que luchaba contra la ebriedad de un caos que quería volar los encofrados de la civilización.

Para Lukacs, Churchill fue, precisamente, “el antagonista de Hitler”, la encarnación de la resistencia de un mundo antiguo, unas libertades antiguas y unas leyes antiguas contra un hombre que materializaba una fuerza terriblemente eficiente, brutal y moderna. La lucha era –según Lukacs- entre un Hitler revolucionario y un Churchill conservador. El inglés era consciente de que había un final en juego: no sólo el del papel de su nación entre las potencias mundiales, sino también el de una época en el mundo que había comenzado siglos antes de nacer él. Por eso ejerció de “defensor de la civilización” en un momento agónico: Churchill sabía que Gran Bretaña podía resistir, pero no vencer a Hitler. Y, ante todo, sabía que los nazis podían ganar la guerra. Es algo que hoy tiende a olvidarse.

 

Según Burleigh, el mérito de Churchill en la contienda se resume en haber desempeñado en su principio un liderazgo visible ante su pueblo y, después, en haber garantizado la participación en el esfuerzo bélico del aliado americano. De fondo, ardía un dilema moral: o el continente entero bajo los nazis, o medio continente bajo los soviéticos. En última instancia, ese hombre que, bajo la tempestad de acero de los bombardeos, tenía la temeridad de subirse –como recuerda Roy Jenkins- a los tejados de Downing Street, pudo alzar la mano con la uve de la victoria. Pero hay algo de melancolía de la historia al recordar que, para 1945, Churchill había dado órdenes de elaborar un plan de ataque contra Stalin. El país ya estaba exánime. Y “de Stettin en el Báltico a Trieste en el Adriático”, un “telón de acero” caía sobre Europa.

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Al perder las elecciones generales, apenas dos meses después del Día de la Victoria, Winston Churchill tuvo ocasión de meditar que “todas las grandes naciones son desagradecidas”. Comenzaba una retirada con la magnitud de un ocaso. En su cuesta abajo, aún conocería un estrambote –del 51 al 55- para repetir como premier. Después, tuvo tiempo para sus libros, para su acuarelismo, para la afición a la albañilería, para ir de crucero en el yate de Onassis, ya fatigado y casi desahuciado, sin dejar nunca lejos de la mano ese whisky ligero como un enjuague, con la última tristeza de ver cómo el Imperio británico se resolvía en sombra. Al final, se rompió el fémur, fue nombrado ciudadano honorífico de los Estados Unidos –el primero desde Lafayette- y se sentó por última vez en los Comunes en el verano de 1964. Estaba ya a meses de morir. El corresponsal Augusto Assía, que tanto lo trató, había escrito en pleno Blitz que, incluso sin guerra, Churchill “habría pasado a las páginas de la Historia como una de las más poderosas, deslumbrantes y versátiles figuras del ruedo británico”. Suyo era “el nervio de los grandes tipos isabelinos”, en la parentela de Raleigh y de Drake.

Fue una más de sus heterodoxias –tan fumador y bebedor- superar los noventa años, pero el carácter de Churchill dio abasto y coherencia a cualquier contradicción. El muchacho que se peleaba con el latín en Harrow iba a ser un magno escritor en lengua inglesa. El héroe laureado en tres continentes terminaría en la pose de gravedad de los grandes estadistas. El temperamento perseguido a perpetuidad por el “perro negro” de la melancolía sería, también, el del Churchill capaz de naufragar en champán etiqueta Pol Roger. Es una ironía pensar, en fin, que el responsable del fracaso de Gallípolli algún día se asomaría, heraldo de la victoria, a los balcones de Whitehall. Como mostró su contradanza entre liberales y conservadores –al cabo, un elogio a la conciliación de ambas posturas-, todas sus oposiciones iban a resolverse con bien. Por ejemplo: se ha descrito a Churchill como el celoso guardián de las libertades atávicas inglesas, pero ¿qué hubiese sido de la vieja Europa si no llega a ser, también, un francófilo de pro? El 31 de enero de 1965, las gentes de Londres tuvieron cumplida respuesta al ver aparecer, en el funeral de San Pablo, el perfil aquilino del general Charles de Gaulle. Eran los artífices de la Europa reconciliada, como una entente cordial. Churchill, de Gaulle: ambos habían estado juntos en la hora “del triunfo y la tragedia”. Ambos sabrían, con plena justicia, del poder y de la gloria. Algo de su lucha pervive hoy en nuestra libertad.

(Publicado en revista F, marzo de 2015).

 

 

 

Ignacio Peyró
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