Gran estadista de la pequeña Bélgica, Paul-Henri Spaak se tomó el trabajo de viajar a Londres para exponer ante Rab Butler, omnipotente ministro de Hacienda británico, las promesas políticas del proyecto europeo. Mediaban por entonces los años cincuenta. Reino Unido disponía aún de un amplio espacio colonial y –tras su liderazgo moral en la guerra- gozaba de una serena auctoritas sobre el continente. Apagadas las llamadas churchillianas en pro de una Europa unida, Butler iba a adoptar su mejor pose de imperturbabilidad cuando Spaak intentó “excitar su imaginación” con las posibilidades de la Europa naciente. “No le hubiese sorprendido más’, concluyó el belga, ‘de bajarme los pantalones delante de él”. Las negociaciones, por supuesto, no iban a llegar a parte alguna. Para los líderes británicos de la época, como escribe Barzini, aquella era una iniciativa digna tan sólo de una mirada de suficiencia imperial. Para los líderes británicos que les sucedieron, la renuncia –más bien- representaría un fracaso: urgidos a redefinir su papel global en plena descolonización, ya llegaban tarde para “modelar el proyecto europeo a nuestro antojo”. De la cerrazón a la apertura, estos dos momentos cifran, como una herida original, todas las paradojas que han acompañado la participación británica en la Europa unida.

 

 

Ignacio Peyró
Últimas entradas de Ignacio Peyró (ver todo)